La palabra “radiación” nos aterra. Su significado está contaminado por el uso bélico de la energía nuclear y catástrofes como las de Chernóbil o Fukushima, que, si bien han sido infinitamente menos graves que las muertes y daños producidos por la industria del carbón, se visten de un halo mistérico. Sin embargo, no siempre ha sido así. Hubo un tiempo en que radiactividad era sinónimo de progreso y hasta la mantequilla era aderezada con radio. Entre la paranoia y la temeridad podemos encontrar un equilibrio que aproveche las maravillas que aporta la radiación sin por ello tener que ingerirla como posesos.