Los primeros rayos de Sol ya bañaban la costa de la isla Guadalupe y algunos se las arreglaban para deslizarse bajo la superficie del agua. El mar estaba en calma y la luz se torcía dibujando cáusticas en la arena del fondo. Nadie podría sospechar que bajo la aparente tranquilidad de esa columna de agua estaba teniendo lugar el encuentro de dos tiburones blancos.
Nadaban uno en torno al otro, curiosos, oliéndose, mirándose, midiendo sus fuerzas sin llegar a los dientes. Sin embargo, algo extraño estaba ocurriendo. El más grande de los dos se movía con torpeza. Nadaba lento y le costaba maniobrar. El motivo estaba oculto bajo su piel. Entre sus aceradas costillas había un hombre, un hombre vivo, y ese hombre era Fabien Costeau…